Tres Tristes Tigres jugando al Tetris

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La vida es un Tetris gigante donde hay que encajar las piezas.

Los bastoncitos rojos serían la oficina, tu jefe malhumorado a las 9:10 de la mañana, el café de máquina recién preparado y tus compañeros de trabajo con el serrucho entre los dientes, siempre afilado.

La vida es un Tetris gigante donde hay que encajar las piezas con ingenio.

Los bloques azules en "L" representan familiares perdidos que sólo aparecen para la pavita y el vitel toné de Año Nuevo, tías desubicadas que eructan en la sobremesa, abuelos que vinieron de España con una valija llena de hambre y padres con complejo de Edipo.

La vida es un Tetris gigante donde hay que encajar las piezas una por una.

Los cuadrados amarillos pueden ser tu novia, los celos de tu novia, los caprichos de tu novia, y tu novia en sí, pasada de copas, haciendo un papelón frente a tus amigos en tu fiesta de cumpleaños número 27.

La vida es un Tetris gigante donde hay que encajar las piezas estratégicamente.

Las fichas verdes con forma de "Z" son tus sueños por cumplir, las tres acciones básicas de la vida de todo hombre: talar un árbol, matar a un hijo y quemar un libro. El orden de las prioridades es a elección del consumidor o -en este caso- el consumido.

La vida es un Tetris gigante donde hay que encajar las piezas sin parar.

Los bloques celestes con aspecto de "T" serían tu ansiedad en mute, tu optimismo herido de muerte, tu almohada con kit anti-insomnio, tu celular sin crédito, el spam de gmail, tu miedo a volar, tu soledad de vidrios polarizados, tu calefón sin agua caliente, tu fobia a las arañas de papel, tu alergia a Tinelli y tus discos rayados de Jefferson Airplane.

La vida es un Tetris gigante donde hay que encajar las piezas con paciencia.

Hasta que en un momento se agrupan en línea,

ganamos el bonus y se eliminan -de un tirón- de nuestra vida.

Pero vuelven a caer más.

Y más.

Y más.

Y más.

NJI (2010)

Un Pino con 10 Casas

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Es una fija de todos los meses: apenas cobro el sueldo, o algo parecido a un sueldo, me lo patino en libros y discos desparramados por la calle Corrientes. Son mi criptonita. En De La Mancha, ahí donde a Riobamba le cortan el pescuezo, me esperaba el vendedor con la última antología de Fabián Casas: Horla City y otros. Todavía estaba calentita, como recién salida del horno. Olía al césped del Nuevo Gasómetro pisoteado por Romeo en el minuto 43. Lo abrí y leí una frase al azar: "En esta soledad de la casa deshabitada tengo la terrible certeza de estar parado sobre una equivocación". Me sentía Andrés, el protagonista de Ocio, cuando pispeaba el de Celine antes de escondérselo bajo el sobaco. El tipo me lo envolvió para regalo, sin saber que era un regalo para mí. Me hizo descuento y todo, por charlatán, supongo. Lo pagué con el vuelto que me habían dado en la librería de enfrente, cuando compré Mi nombre es Rufus.

"Casas justo estuvo hace un rato", avisó el vendedor, y no pude evitar preguntarle, cual groupie literario, qué libro se había llevado. Me respondió que uno de Steven Millhauser. Y me contó que iba a ser papá, que estaba asustado y contento. O contento y asustado, depende el día. Me guardé el libro y me fui repitiendo ese apellido en voz alta: Millhauser, Millhauser, Millhauser. Mi mochila adolescente de Nirvana rebasaba de poesía y no había escoliosis que valiera. Cobain se peleó con Casas, pero lo dejó entrar por el bolsillo izquierdo. Seattle se transformaba en Boedo. Es más, juraría que la carita amarilla del logo de la banda, en vez de sacar la lengua, me sonrió. La traía llena de cuadernos, discos, un diccionario desnucado, un paquete de Frutigran recién abierto y unos papeles que escribí con los dedos de los pies. Estaba más pesada que nunca.

Entonces fui atando los cordones de las calles hasta llegar a la parada del 124. El colectivo cruzó Callao y se lo tragó Lavalle. Viajé con Moris sentado al lado mío, cantándome en MP3 Ciudad de Guitarras Callejeras, haciendo algunas paradas imaginarias en Campana, José León Suárez y Dock Sud. Bien bonarense el paisaje, como si lo hubiera pintarrajeado Mariano Llinás. La gente hablaba tan fuerte por celular que tapaba el ruido del motor. El barullo de los ringtontos era más atroz que un concierto de vuvuzelas. El conductor estaba escuchando el partido de Alemania contra uno de esos países africanos a los que no le exportamos jugadores a sus ligas.

En el trayecto del viaje, unos carteles gigantes me decían que tenía que ver Toy Story 3 y comer una nueva hamburguesa de McDonald's más grasosa que la del mes pasado. Una pintada con aerosol, un graffiti ninja sobre Jean Jaurés clamaba "Massacre skate rock", pero un justiciero le tachó el "rock". Las propagandas de la UBA me pedían que votara a Degrossi, con un parche en el ojo y un bigote nazi agregado con marcador negro. Eran casi las 9 cuando llegué a Flores. La noche estaba en pañales, y nadie se animaba a cambiárselos.

Casas es rock and roll, psicodelia setentosa y whisky del mejor, reflexionaba en mi cuarto. En sus biografías lo destacan como un exponente de la “generación de los ‘90”. Nunca especificaron si por definiciones cronológicas o futbolísticas. Para mí es un escritor de toda la cancha, de esos marcadores centrales que no aflojan hasta los 90’. La última vez que lo vi estaba arriba de un escenario, cantando Mi Próximo Movimiento con Él Mató a un Policía Motorizado. Creo que era en Niceto. Santiago lo invitaba a subir y el tipo se negaba, hasta que no le quedó otra. No lo conozco, jamás nos cruzamos. Un día me gustaría ir a la casa de Casas, venciendo toda cacofonía, a escuchar Manal mientras nos fumamos uno. Ahí, en República de Boedo, los superjuguetes (rabiosos) duran sólo un verano.

NJI (2010)